Hace tiempo, cuando contaba con unos 9, 10 años a lo sumo, una noche estábamos en la salita de mi casa, mi padre, mi madre y yo viendo la tele antes de ir a dormir.
Estaba comiendo patatas fritas de bolsa y al terminar la dejé encima de la mesa camilla.
Al abrirse la puerta, un minúsculo golpe de viento la arrojó al suelo y cuando iba a levantarme a recogerla pasó algo sospechoso.
Justo en el momento en que iba a incorporarme -ya empezaba a asir los brazos del sillón y mis posaderas se encontraban en tensión en el aire-, quedé alucinada al contemplar como la bolsa vacia de patatas fritas se movía sola, parecía como resoplar, ya se inflaba, ya se desinflaba, incluso me pareció escuchar un pequeño "gorgejeo" que provenía del interior de dicho envoltorio.
Volví a sentarme en el sillón, y empecé a observarla con detenimiento. Cuando retiraba la mirada, el sinuoso traqueteo parecía ralentizarse, al volver a posar mis ojos en ella, el meneillo continuaba.
Mi expectación iba en aumento. Me mantenía callada y atenta, ajena al televisor y a la conversación de mis padres. Hallábame enfrascada en mis recientes descubiertos poderes mentales.
Mis padres -acababa de llegar a esa conclusión- no habían tenido una niña normal, imaginativa y juguetona, según ellos. ¡Ilusos! ¡Mis padres habían tenido una niña de otro planeta, de Ganímedes, con poderes mentales tales que podía mover objetos con la fuerza de su mirada!
Seguía atónita y empecé a hacer cábalas. Si el Uri ese podía mover cucharillas de café con la mirada, yo podía hacerlo con las bolsas de patatas fritas Matutano y sin darme la mayor importancia. Me haría famosa, me llevarían a la tele, conocería a Espinete, y a la Bruja Avería, mi nombre sería conocido como la niña con poderes mágicos capaz de desbancar a Petete y su libro repleto de sabiduría. Estaba feliz, contenta, pletórica, una euforia desconocida hasta entonces me embargaba, se había apoderado de mí... hasta que..
Un grito súbito consiguió hacerme volver a la realidad:
¡Un ratón! ¡Un ratón! ¡Un ratón en la pantalla de la tele!

Me puse de pie encima del sillón y empecé a dar brincos: ¡Ay, ay, ay, un ratón, un ratón!
Mi bolsa ahora no se movía, mis ojos iban desde ella hasta el palo de la fregona con el que intentaban arrastrar al intruso a escobazos fuera de nuestro campo de visión.
¡Mierda! No tenía poderes, ni iba a conocer en persona el Barrio Sésamo, y lo que era mucho peor, era terrícola y no un ser proveniente de otra galaxia. El ratoncito era el que roía las migajas de patatas sobradas de mi bolsa. ¡Mi gozo en un pozo!
No sé que fue del ratoncillo, en ocasiones he pensado en esa anécdota sin poder reprimir una media sonrisa ante mi inocencia infantil...... Hasta ahora.

¡Adiós cremallera Adiós cremallera Adiós cremallera!